Adelanto de la novela España Pastiche, que publicaré el domingo en formato digital. ¿Cuántas referencias a productos de ficción españoles pilláis en el Capítulo I?
Prefacio
El
pastiche es un género basado en copiar elementos de otros autores y juntarlos
para crear un producto nuevo. De forma obvia, quiero decir, porque si hacemos
caso a la filosofía aristotélica, al fin y al cabo cualquier idea nueva será
una mezcla de dos o más ideas que ya existían.
Cuando
hablamos de elementos, podemos hacer referencia a estilos, ideas, etc. Un
ejemplo bastante conocido sería Quentin Tarantino, cuyo cine suele ser un
pastiche muy evidente de películas de serie B. Pero también podrían ser
pastiches de personajes, claro.
Los
orígenes de esta idea, la de coger a un grupo de personajes creados por otros
autores y narrar una nueva historia con ellos, pueden llegar tan lejos como
queramos. En cierta forma, toda mitología es un pastiche de personajes, pues
cada nueva historia narra las aventuras de dioses o héroes concebidos por otras
personas. Quizá el ejemplo más claro, sin embargo, sea Jasón y los Argonautas
en la mitología griega. Aquí, al concebir la idea de los Argonautas, sí se ve
una intención clara y explícita de juntar héroes de varias historias de la
mitología que hasta el momento no tenían relación entre sí: Jasón, Hércules,
Orfeo, Teseo, etc.
En
la literatura reciente hay ejemplos muy interesantes de estos pastiches de personajes.
Quizá el primero lo bastante notable sea el universo de la familia Wold Newton,
creado por Philip José Farmer. Farmer escribió una biografía ficticia de Tarzán
en 1972, y otra de Doc Savage en 1973. En ambas novelas sugirió que el
meteorito que había caído en Wold Newton en 1795 era radioactivo y creó una
estirpe de humanos mutados dotados de gran fuerza y/o inteligencia. Ya puestos,
decidió tirar del hilo y contar en posteriores novelas que además de a Tarzán y
a Doc Savage, esta familia Wold Newton incluía a Sherlock Holmes, Phileas Fogg,
Fu Manchú, la Sombra y un largo etcétera de personajes que se fueron cruzando
de forma más explícita en las novelas de Farmer.
En
1992, Kim Newman empezó a escribir la serie de novelas Anno Dracula, que parte
de la premisa del Conde Drácula casado con la Reina Victoria, gobernando una
Inglaterra en la que los vampiros empiezan a ser mucho más comunes. A partir de
ahí, se va sucediendo un maremágnum de personajes reales y ficticios,
incluyendo Lewis Carroll, el Dr. Jekyll, lord Ruthven, Jack el Destripador… la
saga hace grandes saltos en el tiempo, de tal forma que posteriormente vemos al
Barón Rojo, el dr. Caligari, Edgar Allan Poe (versión vampirizada), el Club
Diógenes de Mycroft Holmes, Andy Warhol, el inspector Closeau, Michael
Corleone, y otro largo etcétera.
En
1999, Alan Moore crea el cómic League of Extraordinary Gentlemen, tal vez el
pastiche de personajes más ambicioso hasta el momento, que comienza con una
discreta formación compuesta por Alan Quatermain, Mina Murray, el Hombre
Invisible, mr. Hyde y el Capitán Nemo para acabar abarcando, también con
grandes saltos en el tiempo, una cantidad abrumadora de referencias a otras
obras.
El
cómic Fables, las películas Shrek o Van Helsing, la serie Penny Dreadful y
demás hacen que nos vayamos adentrando en el siglo XXI con pastiches de
personajes a nuestro alrededor. Ahora, Rompe Ralph y Ralph Rompe Internet están
arrasando. Éste es otro más, un pastiche de personajes centrado exclusivamente
en obras de ficción españolas. Pero, ¿por qué? ¿Por qué España?
El
independentismo parece estar de moda y
ser un tema a tratar en cada telediario; es discutible si como cortina de humo
o no, pero el caso es que social y culturalmente es un tema en boga. Si bien el
catalán es el más comentado ahora, no debemos olvidar que se pueden encontrar
movimientos independentistas en prácticamente cualquier comunidad: Euskal
Herria, Galiza, Andalucía, Canarias o la Castilla comunera también son
territorios que un número visible de personas preferiría separar de España.
En
este sentido, resulta interesante ver también España como un pastiche, ¿no? En
cierto modo, coge unos cuantos elementos de aquí, otros de allí… y termina
formando un país en el que, como en los pastiches que hemos tratado, no se
produce una mezcla homogénea sino que está bien claro de dónde sale cada cosa,
porque hay suficientes diferencias entre, por ejemplo, Catalunya y Canarias,
como para verles fácilmente como entidades propias.
Esta
novela corta se basa en este paralelismo. La situación que se presenta aquí es
la de un pastiche de personajes que se ven envueltos en el intento de deshacer
un país pastiche. Pasad y disfrutad.
I
Barcelona,
1 de octubre de 2017.
De
forma bastante sonora, Curtis esnifó a través de un billete la raya de cocaína
que tenía delante.
—Aaaaah—suspiró—.
Rasca un poco, pero es la hostia de buena.
—Déjale
algo a Povedilla, hombre—dijo al momento Aitor, compañero de Curtis.
—No.
No, gracias—respondió el aludido—. Prefiero estar sobrio, la verdad. Bastante
va a ser ya esto como no quieran soltar las urnas.
—Joder,
Povedilla. Venimos desde San Antonio para que nos encierren en ese puto barco y
ahora que por fin nos sueltan y hay un poco de acción… ¿No crees que te vendría
bien desahogarte un poco o qué?
—Yo
creo que bastante vamos a tener.
—Y
tanto, eso sí—asintió Aitor—. Vamos a abrir todas las cabezas que queramos.
Cómo le tiene que joder a Torrente estar perdiéndose esto. Venga, vamos.
Los
tres hombres se pusieron los cascos y se unieron al resto de antidisturbios que
iban bajando de la lechera, con la mano asiendo la porra en el cinturón.
Las
lecheras desfilaban por la Diagonal, soltando antidisturbios para reforzar los
dispositivos policiales a izquierda y derecha. Subían por Gràcia hasta Plaça
del Diamant, por el Carrer de Mallorca hasta la Sagrada Familia; recorrían las
Ramblas hasta Colón y la Rue del Percebe hasta el Clot. Una ciudad entera
tomada por policías de toda España enviados específicamente allí a evitar el
referéndum por la independencia de Catalunya.
Los
incidentes, como los llamarían en los telediarios, se sucedían en toda la
ciudad. Ancianas cayendo por las escaleras, porras alzándose en el aire y
bajando hasta golpear carne, disparos con pelotas de goma y un chaval que
consiguió derribar a un antidisturbios arrojándole una papelera.
Fue
uno de los disparos con pelotas de goma lo que consiguió que Santa se
estremeciera. Quizá se estaba haciendo viejo. Él había sido uno de los obreros
despedidos masivamente en la reconversión industrial de Vigo, y había
participado en muchas manifestaciones y protestas, algunas de ellas bastante
violentas. Estuvo presente en la polémica manifestación en la que un agente
antidisturbios apellidado Romero casi perdió la vida en una paliza, lo que dio
de hablar a las televisiones durante meses. Pero ahora tenía más de 50 años, y
acababa de ver cómo una pelota de goma destrozaba permanentemente el ojo de
otro manifestante. La sangre teñía el asfalto.
Como
si los siguientes momentos ya no fueran con él, pálido y ligeramente mareado,
se dio la vuelta y echó a andar hacia el Raval.
La
grasa corporal de Santa parecía haber vivido mejores tiempos, pero ahora era un
hombre delgado, en buena forma física dentro de lo razonable para su edad.
Tanto su pelo despeinado como su barba empezaban a encanecer. Las arrugas en
torno a sus ojos hacían parecer su mirada más escudriñadora, más dispuesta a
captar cada detalle.
Las
calles de Barcelona se fueron haciendo más estrechas y sinuosas conforme se
adentraba en el Raval y en el Barrio Gótico. El centro histórico de la ciudad
tenía en cierto modo más vida, como reteniéndola entre las piedras de edificios
más antiguos. Las torres de la catedral del mar coronaban el paisaje. Finalmente,
Santa llegó a donde quería y tocó en una vieja puerta de madera.
Se
oyó un pasador y se abrió la puerta. Un
hombre algo más joven que él le miró a los ojos, sin decir palabra.
—Creo
que es el momento—dijo Santa—. Sé que este sitio no suele funcionar así, pero…
prometisteis que lo guardarais para cuando llegara la hora. Por favor, llévame
hasta el Plan.
El
guardián asintió en silencio y se apartó, dejándole entrar. Escudriñó la calle
y cerró la puerta de nuevo.
Santa
siguió al guardián por un paisaje que nuevamente le dejó sin aliento: el
Cementerio de los Libros Olvidados. Lomos de libros de todos los colores
formaban un mosaico de estanterías interminables, retorciéndose sobre sí mismas
y extendiéndose hasta donde se perdía la vista.
Durante
varios minutos, el guardián llevó a Santa por un laberinto con olor a papel
viejo, lleno de títulos sugerentes y manuscritos perdidos. Finalmente, se
detuvo junto a una estantería en concreto, y Santa reconoció el lomo del
archivador que buscaba. Lo cogió y hojeó rápidamente algo más de cien páginas
escritas a mano sujetas con anillas.
—Bien.
Bien, lo pondremos en marcha.
Extremadura,
17 de diciembre de 2017.
El
director bajó del coche en el que le llevaban. Era un hombre que pasaba de los
60 años, con cierta barriga acumulada durante éstos; calvicie avanzada, gafas y
un grueso bigote blanco.
Se
encontraba en una de las amplias fincas del marqués de Leguineche, una de las
personas más adineradas de España. El marqués y su padre –el antiguo marqués,
claro— se habían exiliado a Francia a principios de los 80 ante el temor de que
la inminente llegada al poder de los socialistas implicara una merma
considerable de su riqueza: primero movieron su capital, y después se movieron
ellos. El señor marqués falleció en el exilio en 1984, legándole el título a su
hijo, que rápidamente se dio cuenta de que los socialistas que estaban
gobernando en España no eran socialistas de verdad, sino que más bien estaban
en su mismo bando.
Así
pues, el marqués de Leguineche regresó a España, estableciendo su sede en
Madrid y varias fincas de recreo en Extremadura, entre las que se encontraban
la de su abuelo materno, que seguía siendo de su propiedad, o ésta que había
comprado por una cifra considerable. Esta finca por la que el director caminaba
ahora había ido cambiando de dueño desde los últimos años del franquismo,
cuando su señorito fue asesinado durante una batida de caza por un sirviente
desagradecido.
El
director llegó a la puerta y un sirviente le condujo por un largo pasillo. El
tapizado del suelo era exquisito, las lámparas parecían realmente caras y las
paredes del pasillo estaban adornadas por una sucesión de cuadros dignos de
mención. El director pensó esto al notar que la temática de los cuadros giraba
en torno a quienes el marqués de Leguineche parecía considerar los mayores
héroes militares –o paramilitares— de la historia de España.
La
galería, que parecía empezar con la Reconquista, empezaba con el Cid, el
Capitán Trueno o Adolfo de Moncada, entre otros héroes militares de la época,
meticulosamente ordenados por fecha de fallecimiento. Continuaba con el Siglo
de Oro, con personajes como Don Quijote de La Mancha, el capitán Alatriste o Gonzalo
de Montalvo, pasando por las Guerras Carlistas con militares como Martín
Zalacaín de Urbía y finalizando en la Guerra Civil con José Churruca y, como
punto final, por supuesto, el mismísimo Caudillo.
Algunos
de los cuadros bien podrían valer millones; el de Alatriste, por ejemplo,
estaba pintado por el mismísimo Velázquez. Otros más recientes tenían firmas
menos conocidas como Julia. En todo caso, al director le pareció que aquella
selección de cuadros decía mucho de su dueño.
Finalmente,
el sirviente se detuvo e hizo pasar al director a una sala de estar en la que
el olor a puros y coñac impregnaba el ambiente. Cinco hombres estaban ya
sentados allí, encabezados, por supuesto, por el propio marqués de Leguineche,
un hombre que ya rondaba los 90 años y parecía resistirse a dejar de ocuparse
personalmente de sus asuntos.
—Caballeros—dijo—,
les presento al director general de la TIA.
El
director sonrió y estrechó la mano uno a uno a los hombres allí presentes. Lo
cierto es que eran cinco de los hombres más poderosos de España, y sus
apellidos llevaban siéndolo desde hacía varios siglos. Tres de los apellidos
eran Ortega, Alarcón y Alvarado. El otro hombre presente era el padre
Bocquerini, de apellido menos conocido pero amplia influencia a través de la
Iglesia –se comentaba que el nuevo Papa, demasiado progre para algunos, no se
atrevía a toserle—. Sólo el mismísimo Jarrapellejos habría podido dotar de más
poder a aquella escena.
—Le
hemos hecho venir, director—continuó el marqués—ante la sospecha de que el
separatismo catalán ha reactivado un peligroso plan para romper España que
llevaba décadas en el olvido.
—Nos
preocupa que en las Vascongadas y en Galicia, especialmente, aprovechen las
circunstancias—apuntó Ortega—. Es cierto que ETA nos proporcionó muchos
beneficios políticos y económicos, pero también fue una amenaza para nuestras
vidas. No podemos permitir que regresen grupos semejantes.
—Entiendo.
¿En qué consistiría ese plan?
—Aún
no lo sabemos.
—Sé
lo que puede pensar, director—intervino el marqués—. Con una información tan
vaga, la existencia de este plan podría ser una locura afirmada por
conspiranoicos con un gorrito de papel de aluminio que insisten en la
existencia del Ministerio del Tiempo, de CIRCE y demás ideas delirantes. Pero
ahora no estamos hablando de asociaciones secretas que viajan en el tiempo. Nos
consta que un plan redactado en unos pocos cientos de páginas llegó a estar en
manos de ETA, y realmente llegó a despertar las sospechas de la Guardia Civil
en los años 80, que llegó a considerarlo una amenaza real. Después desapareció.
En un mar de burocracia y con funcionarios ya muertos hace años, es difícil
encontrar más información sobre dicho plan.
—Así
que ponga a su mejor agente en el caso—añadió Alvarado—. Considerando que
varios cuerpos policiales y agentes de información están ya hurgando en los
movimientos independentistas para ver qué encuentran, alguien con experiencia
coordinando debería poder aprovechar eso para encontrar algún resquicio del
plan en algún lado.
—Bien—asintió
el director—. Hablaré ahora mismo con el superintendente para que ponga a
nuestro mejor agente en ello. Investigaremos a conciencia.
—No
esperábamos menos, director. Puede retirarse.
—Cuando
se encuentre con el mayordomo, dígale que haga pasar aquí a las putas—añadió el
padre Bocquerini.
El
director así lo hizo: dejó la habitación, cerró la puerta cuidadosamente y
recorrió de nuevo el pasillo desde el que los héroes españoles al óleo parecían
mirarle sin mucho interés. Encontrándose con el sirviente a medio camino, le
dio las instrucciones pertinentes y, a continuación, sacó su teléfono y marcó.
—Vicente—le
dijo a la voz al otro lado de la línea—. Aparta a Anacleto de cualquier caso en
el que esté trabajando. Ahora tiene uno más importante. Se lo explicaré mañana
en cuanto llegue a la sede.
Barcelona,
23 de diciembre de 2017.
Santa
llegó al cruce del carrer Fray Perico con la avenida Conde Lucanor, en la zona
del Clot. Allí se erigía una pensión no precisamente lujosa. Santa llamó al
timbre, subió al tercer piso sin un ascensor como ayuda y tocó con los nudillos
en la habitación que buscaba, siguiendo una clave predeterminada.
Una
joven de poco más de 20 años, con un vestido negro, le abrió la puerta. De
estatura y peso muy cercanas a la media de una joven de su edad, pelo castaño
cortado a la altura del hombro y piel pálida, esbozó media sonrisa al ver al
recién llegado.
—Ya
era hora, Santa. Empezábamos a pensar que estabas en un cuartel de la
Benemérita contándoles hasta nuestro tipo sanguíneo.
—Me
subestimas, Begoña, me subestimas. Ha ido todo bien y creo que podemos contar
con que las manifestaciones contra la represión en Catalunya se extiendan por
todo el Estado.
Una
tercera persona se levantó del sofá en el que estaba recostada fumando un
porro.
—No
sé si sirve mucho esto de ir agitando. Por mí pasaría a la última fase del plan
directamente y ya está.
—Otra
que desconfía…—se quejó Santa—Tranquilidad, chicas. Esto saldrá bien.
—Chicha
quiere acción. Y no me extraña, no estamos haciendo mucho—apuntó Begoña con
malicia.
Chicha
era una mujer que estaba llegando a los 50 años. Llevaba jersey negro, falda de
tartán, unas medias rasgadas y unas botas de punta de acero. El rostro, surcado
de arrugas, reflejaba los daños de quien ha pasado por varios monos de heroína.
Pelo negro quebradizo que empezaba a volverse gris, con las puntas teñidas de
verde aunque destiñéndose ya desde hacía meses; un candado a modo de pendiente
en una oreja y una llave en la otra, piercing en la nariz, labios pintados de
negro. Era el vivo estereotipo de la punk más marginal que logró sobrevivir al
caballo y, sin embargo, seguía manteniendo todo el resto de atributos propios
del punk más marginal.
—Primero
tenemos que conseguir tensión, reafirmar los movimientos independentistas por
toda la Península. Luego vendrá lo bueno.
Sólo
en un sentido puramente estético, el equipo ya era de lo más variopinto, al
estar formado por un ex estibador de 60 años, una punk de 50 y una joven de
aspecto totalmente normal de 20. Santa, Chicha y Bego estaban unidos por las
circunstancias y por, eso sí, un odio notable al concepto de España y a todo lo
que parecía implicar inevitablemente: la nostalgia del franquismo, la monarquía,
la corrupción y el caciquismo.
—Bien—sonrió
Chicha—. No creo que a España le queden más de unos meses de vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario