El acero se comba y se quiebra con un chirrido que
despertaría a un ejército de muertos de haberlos cerca; el mar ruge de alegría
y se desparrama por el interior del barco.
En la cubierta, el viento arrecia constante, como satisfecho
de que el barco se empiece a bambolear, aunque no sea gracias a él. Su ulular
resuena en los oídos de los marineros, algunos de los cuales creen distinguir
en él el canto de bellas sirenas ansiosas por recibirles.
El pánico se desata entre los pasajeros. Los gritos y
llantos se mezclan entre ellos conforme la gente corre sin rumbo, ignorantes de
cuál es el destino que quieren y cuál es el que van a tener. Algunas pocas
voces se alzan entre la multitud, faros señalando el camino correcto.
El barco comienza a inclinarse, los cuerpos de los primeros
pasajeros pisoteados se deslizan inertes por los pasillos, rumbo a su tumba
acuática. Entre los marineros, aún entrenados para tal desdicha, también cunde
el pánico.
No obstante, el capitán permanece impasible en la proa. Sus
ancianos ojos escrutan el mar, como intentando admirar la belleza de la
tormenta para que sea ésa la imagen que quede grabada en sus retinas al morir.
El capitán no abandona el barco, nunca.
Los pasajeros y algunos marineros comienzan a irse mientras
las olas devoran todo a su paso, pero el capitán se queda. ¿Qué es este
orgullo? ¿Qué es esta nobleza? El mismo capitán ha transportado docenas de
veces tropas a otros países, que han dejado un reguero de muertes, sangre y
dolor. El mismo capitán ha golpeado en más de una ocasión a su esposa y ha
sentido las lágrimas cálidas sobre su puño. Pero el capitán nunca abandona el
barco.
¿Qué es lo que le impulsa? ¿Es acaso el miedo al rídiculo?
¿O es algo mucho más profundo, un intenso sentimiento de lealtad hacia aquellos
que navegan en su barco?
Las turbias olas se cierran sobre la tumba acuática de la
nobleza y el sacrificio.
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