Un relato que escribí para una colaboración con una ilustradora que al final no salió adelante. Me comentó que sus intereses eran psicología de prisiones, el jazz, los superhéroes y Tank Girl, así que lo mezclé todo en una historia.
No puedo presentarme, porque no soy nadie. En esta prisión,
sólo soy un número. Pero, aún así, tengo una historia que contar.
No sabría decir cuánto hace de aquello, ya que los guardias
nunca nos dicen qué día es. No tenemos herramientas ni método alguno para
llevar la cuenta del paso del tiempo: lo único que sabemos, es más o menos, la
hora por los horarios del desayuno, la comida, la cena, las duchas y la hora de
dormir, pero estos rituales repetidos día tras día no hacen sino imposibilitar
la cuenta del paso de los meses y los años.
En cualquier caso, un día llegó él. Desde el primer momento,
tuvo problemas con los guardias: era como si no supiera ser sumiso. Le
golpearon en las costillas, le tiraron al suelo, y le hicieron lamerles las
botas, pero su voluntad no se quebró.
En susurros en las duchas, a la hora de dormir, mientras
comíamos, en los pasillos, fuimos aprendiendo cada vez más. Nos enseñó cómo
nuestra situación influía en nuestro comportamiento y nuestro comportamiento en
nuestra situación. Nos explicó cómo habíamos asumido el rol de presos y
habíamos perdido nuestra identidad, y cómo todas nuestras ansias de libertad se
habían visto aplastadas como una bota aplasta a un insecto.
Al principio, casi inconscientemente, algunos decidimos que
queríamos ser personas. Fuimos reconstruyendo nuestras personalidades, y
dejamos de ser números. Cada uno miraba de una forma, caminaba de una forma,
todos éramos distintos. Los guardias empezaron a notarlo: estaban confundidos,
no sabían qué hacer. Nuestro optimismo fue aumentando, y nuestras
personalidades se fueron exagerando. Éramos individuos de nuevo.
Al final, reaccionaron, de la única forma en que supieron:
las palizas se multiplicaron, y las raciones de comida se redujeron aún más.
Poco a poco, la inmensa mayoría de los presos volvió a su condición; volvieron
a mostrar la misma mirada cansada, la cabeza gacha de nuevo, el movimiento
lento y apesadumbrado.
Sin embargo, algunos pocos reaccionamos de una forma que
nadie hubiera esperado. Teníamos tan interiorizados nuestros nuevos roles… y
los malos tratos no hicieron más que enloquecernos aún más, mientras el hambre
y la sed nos hacían delirar. Con el tiempo, nos fuimos sumergiendo en un mundo
de fantasía y nos creímos nuestros personajes.
Hasta que nos descubrieron.
Recuerdo al saxofonista. En su mente, tocaba jazz mejor que
nadie en el mundo. Siempre subido a la tarima de algún pequeño club donde el
olor del whisky y del tabaco se mezclaban con el del sudor de la gente
moviéndose al compás de su saxo. Cada nota que tocaba era un segundo menos de
agonía en la prisión en la que realmente estaba confinado.
Cuando le descubrieron, lo primero que hicieron fue
practicarle varios agujeros en las mejillas. Así, no podía soplar, y cuando
abría y cerraba la boca las heridas se iban extendiendo hasta desfigurarle toda
la cara.
Después estaba aquella chica… en su delirio, creía viajar en
un tanque que usaba como hogar, y arrollaba con él a los guardias que nos retienen.
Un solo disparo de la torreta bastaba para destruir los fríos muros de hormigón
de esta prisión.
Tanto en sus sueños como en la realidad, ella resultó ser la
más fuerte de todos nosotros. La encerraron en un pequeño compartimento, en el
que no podía estirar sus extremidades. Debió de morir de sed unos días después;
no lo sabemos con seguridad. Me gusta pensar que quizá sus ilusiones no
llegaron a quebrarse en ningún momento. Quizá, encerrada allí dentro, creía
estar arrollando a los guardias.
En cuanto a mí… yo era una superheroína. La mejor de todas.
Sobrevolé cada rincón del Sistema Solar con mi traje de colores. Luché bajo la
lava de volcanes, en las más profundas fosas marinas, y fundí ejércitos de
robots gigantes con mis rayos láser.
Y cuando me descubrieron… cuando me descubrieron, me rendí.
Y eso me destruyó.
Dejé de ser yo misma, y acepté plenamente mi papel. Soy una prisionera. Un número. Al final, el supervillano más temible fue la realidad.
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