Este relato está escrito como participación en el concurso de historias de Hombres (y algunas mujeres) de Zenda Libros, patrocinado por Iberdrola. Cumpliendo los requisitos, la historia es original, inédita, gira en torno a una mujer pero narrada desde el punto de vista de un hombre, y tiene entre 100 caracteres y 1000 palabras. ¡Espero que os guste!
UNA LUZ QUE SE APAGA
Lo primero que hago es abrir la persiana para que entre la
luz del sol; no estamos como para gastar en luz. Cuando llego a la cocina, Inés
ya ha preparado el desayuno.
Ahora trabaja como teleoperadora. Me llena de orgullo tener
una hija como ella. Siempre le digo que no tendría que ayudarme tanto, pero es
imposible. Desde que murió Asunción, ella se ocupa de prácticamente de todo, yo
estoy demasiado viejo.
Así que ayudo en lo poco que puedo: lavar los platos y
cubiertos, y quitar el polvo a las estanterías que quedan a mi altura. Tampoco
es que haya muchas decoraciones; hemos tenido que vender buena parte, incluso
las cosas de Asunción.
Desde que murió, Inés empezó a leer mucho sobre pobreza energética.
Ha sido siempre muy reivindicativa. Asunción murió por su enfisema, aunque
nunca fue fumadora. Pero llevaba años arrastrando esta enfermedad, y hace dos
inviernos se le complicó…
—El frío—me explicó Inés—aumenta las posibilidades de
contraer cualquier enfermedad respiratoria, y también las empeora. También
puede empeorar muchas enfermedades circulatorias; especialmente, en personas
mayores.
—No lo veo tan claro, Inés—dije—. Entonces, ¿cómo se sabe si una persona ha muerto por
una enfermedad respiratoria… normal, o empeorada por el frío?
—Hay una forma muy fácil de calcularlo —respondió—. Primero
miras el total de muertes por enfermedades que puedan ser empeoradas por el
frío en cada mes. La diferencia de muertes en los meses de invierno respecto al
resto del año en este tipo de muertes son las causadas por el frío. En España las
muertes aumentan un 21%, más que en la mayoría de países europeos, a pesar de
que el clima no es tan malo… porque hay más pobreza energética.
—Vale, pero no puedes culpar de todas esas muertes a la
pobreza energética; en invierno hace frío, es la naturaleza. Hay muertes que no
son culpa de nadie.
—Claro que no. La Organización Mundial de la Salud ya dice
que, de todas esas muertes producidas por el frío, sólo el 30% se deben a la
pobreza energética. El otro 70%, por desgracia, son inevitables. Pero “sólo”
ese 30% de muertes en España ya son 7000 al año. Es una cifra altísima.
—No sé, Inés…
—Papá, algunos directivos cobran hasta 42.000 € al día. ¿Te
das cuenta de lo que es? Ganan en un día más que yo en tres años. Podrían bajar
los precios todo lo que quisieran; no lo hacen por pura codicia… salvarían
miles de vidas, sencillamente no quieren. Prácticamente les están asesinando a
sabiendas. Prácticamente se puede decir que ellos mataron a mamá.
La acusación era muy dura, pero el razonamiento y los datos
también lo eran. Quizá Inés tenga cierta razón. ¿Pensará esa gente en lo mal
que lo pasamos? ¿Queda algo de compasión en sus corazones?
Va siendo hora de comer: lasagna precocinada. Después,
aprovecho la luz del sol para seguir leyendo una novela. Inés también suele
leerlas, aunque recuerdo que la última no le gustó mucho.
—Es que salen mujeres, pero vistas a través de la
perspectiva de hombres—se quejaba—. Que es una forma totalmente válida de
contar relatos, pero como esta novela tenía fama de feminista, no sé… esperaba
algo más. Si va a ser feminista, es ridículo mostrarlo así, es como si
quisieran que no tuviéramos nuestra propia voz.
Así es Inés: reivindicativa para todo, no sólo para la
pobreza energética. Lo que me recuerda que ya se quita el sol, es hora de
encender las velas. Como hacíamos cuando yo era pequeño... quién me iba a decir
que siendo ya viejo tendría que volver a iluminarme con velas, esta vez por no
poder pagar la luz.
Es al volver del baño y entrar en la sala otra vez cuando
tropiezo con la esquina de la alfombra y caigo contra la mesita, después al
suelo con un dolor terrible. Me he debido de romper la pierna derecha... o la
cadera... El dolor es terrible. Pero es lo de menos.
Al caer, he tirado las velas sobre la mesita. La cortina empieza
a coger fuego. Me siento inútil, pero tengo que tragarme el orgullo y gritar.
—¡Fuego! ¡Ayuda!
Tarde o temprano, alguien llamará a los bomberos... Lo que
me preocupa es que sea tarde.
Intento arrastrarme por el suelo, pero no tengo fuerzas, no
puedo hacer nada mientras los muebles empiezan a arder. No paro de toser por el
humo. Este edificio es viejísimo (¿cómo íbamos a permitirnos tener un
apartamento mejor?) y se desmoronará enseguida. Aún ni siquiera oigo sirenas; para
cuando lleguen, ya no podrán entrar.
Lo que sí oigo es la llave abriendo la cerradura. Inés entra
corriendo en la sala.
—¡Papá!—grita—¡Vamos, tenemos que salir de aquí!
Inés corre hacia mí, está aterrorizada. Seguro que todo el
edificio está ya en llamas: ahora sí que empiezo a oír sirenas a lo lejos.
Inés me agarra de debajo de los brazos y tira todas sus
fuerzas. Apenas puede con mi peso, pero empieza a arrastrarme, mis piernas
inertes colgando.
—Déjame—consigo balbucear entre tos y tos—. Déjame, Inés,
vete...
Si corre, todavía puede salvarse; cargando conmigo jamás
podrá hacerlo. Este hecho tan sencillo aparece en mi mente con claridad. Pero
ella sólo repite entre lágrimas:
—Papá... vamos, papá...
Ella sigue tirando, hasta que todo acaba.
Una enorme viga se desploma y cae sobre ella. Deben de ser
cientos de kilos. Cae directamente sobre su espalda, la mata al instante y cae
sobre mí. Me medio cuerpo y la cabeza de Inés, lo único que sobresale bajo la
viga, descansa en mi pecho.
Si tan sólo hubiera muerto yo unos minutos antes, no habría
tenido que ver morir a mi única hija mientras agonizo. Yo era viejo de todas
formas... si sólo hubiera muerto yo, quizá no habría sido para tanto. Pero
Inés, tan buena, la mejor hija que podría haber deseado, muerta tratando de
salvarme... una luz que se apaga demasiado pronto.
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