miércoles, 6 de marzo de 2019

Una luz que se apaga


Este relato está escrito como participación en el concurso de historias de Hombres (y algunas mujeres) de Zenda Libros, patrocinado por Iberdrola. Cumpliendo los requisitos, la historia es original, inédita, gira en torno a una mujer pero narrada desde el punto de vista de un hombre, y tiene entre 100 caracteres y 1000 palabras. ¡Espero que os guste!


UNA LUZ QUE SE APAGA

Lo primero que hago es abrir la persiana para que entre la luz del sol; no estamos como para gastar en luz. Cuando llego a la cocina, Inés ya ha preparado el desayuno.

Ahora trabaja como teleoperadora. Me llena de orgullo tener una hija como ella. Siempre le digo que no tendría que ayudarme tanto, pero es imposible. Desde que murió Asunción, ella se ocupa de prácticamente de todo, yo estoy demasiado viejo.

Así que ayudo en lo poco que puedo: lavar los platos y cubiertos, y quitar el polvo a las estanterías que quedan a mi altura. Tampoco es que haya muchas decoraciones; hemos tenido que vender buena parte, incluso las cosas de Asunción.

Desde que murió, Inés empezó a leer mucho sobre pobreza energética. Ha sido siempre muy reivindicativa. Asunción murió por su enfisema, aunque nunca fue fumadora. Pero llevaba años arrastrando esta enfermedad, y hace dos inviernos se le complicó…

—El frío—me explicó Inés—aumenta las posibilidades de contraer cualquier enfermedad respiratoria, y también las empeora. También puede empeorar muchas enfermedades circulatorias; especialmente, en personas mayores.
—No lo veo tan claro, Inés—dije—. Entonces,  ¿cómo se sabe si una persona ha muerto por una enfermedad respiratoria… normal, o empeorada por el frío?
—Hay una forma muy fácil de calcularlo —respondió—. Primero miras el total de muertes por enfermedades que puedan ser empeoradas por el frío en cada mes. La diferencia de muertes en los meses de invierno respecto al resto del año en este tipo de muertes son las causadas por el frío. En España las muertes aumentan un 21%, más que en la mayoría de países europeos, a pesar de que el clima no es tan malo… porque hay más pobreza energética.
—Vale, pero no puedes culpar de todas esas muertes a la pobreza energética; en invierno hace frío, es la naturaleza. Hay muertes que no son culpa de nadie.
—Claro que no. La Organización Mundial de la Salud ya dice que, de todas esas muertes producidas por el frío, sólo el 30% se deben a la pobreza energética. El otro 70%, por desgracia, son inevitables. Pero “sólo” ese 30% de muertes en España ya son 7000 al año. Es una cifra altísima.
—No sé, Inés…
—Papá, algunos directivos cobran hasta 42.000 € al día. ¿Te das cuenta de lo que es? Ganan en un día más que yo en tres años. Podrían bajar los precios todo lo que quisieran; no lo hacen por pura codicia… salvarían miles de vidas, sencillamente no quieren. Prácticamente les están asesinando a sabiendas. Prácticamente se puede decir que ellos mataron a mamá.

La acusación era muy dura, pero el razonamiento y los datos también lo eran. Quizá Inés tenga cierta razón. ¿Pensará esa gente en lo mal que lo pasamos? ¿Queda algo de compasión en sus corazones?

Va siendo hora de comer: lasagna precocinada. Después, aprovecho la luz del sol para seguir leyendo una novela. Inés también suele leerlas, aunque recuerdo que la última no le gustó mucho.

—Es que salen mujeres, pero vistas a través de la perspectiva de hombres—se quejaba—. Que es una forma totalmente válida de contar relatos, pero como esta novela tenía fama de feminista, no sé… esperaba algo más. Si va a ser feminista, es ridículo mostrarlo así, es como si quisieran que no tuviéramos nuestra propia voz.

Así es Inés: reivindicativa para todo, no sólo para la pobreza energética. Lo que me recuerda que ya se quita el sol, es hora de encender las velas. Como hacíamos cuando yo era pequeño... quién me iba a decir que siendo ya viejo tendría que volver a iluminarme con velas, esta vez por no poder pagar la luz.

Es al volver del baño y entrar en la sala otra vez cuando tropiezo con la esquina de la alfombra y caigo contra la mesita, después al suelo con un dolor terrible. Me he debido de romper la pierna derecha... o la cadera... El dolor es terrible. Pero es lo de menos.

Al caer, he tirado las velas sobre la mesita. La cortina empieza a coger fuego. Me siento inútil, pero tengo que tragarme el orgullo y gritar.

—¡Fuego! ¡Ayuda!

Tarde o temprano, alguien llamará a los bomberos... Lo que me preocupa es que sea tarde.
Intento arrastrarme por el suelo, pero no tengo fuerzas, no puedo hacer nada mientras los muebles empiezan a arder. No paro de toser por el humo. Este edificio es viejísimo (¿cómo íbamos a permitirnos tener un apartamento mejor?) y se desmoronará enseguida. Aún ni siquiera oigo sirenas; para cuando lleguen, ya no podrán entrar.

Lo que sí oigo es la llave abriendo la cerradura. Inés entra corriendo en la sala.

—¡Papá!—grita—¡Vamos, tenemos que salir de aquí!

Inés corre hacia mí, está aterrorizada. Seguro que todo el edificio está ya en llamas: ahora sí que empiezo a oír sirenas a lo lejos.

Inés me agarra de debajo de los brazos y tira todas sus fuerzas. Apenas puede con mi peso, pero empieza a arrastrarme, mis piernas inertes colgando.

—Déjame—consigo balbucear entre tos y tos—. Déjame, Inés, vete...

Si corre, todavía puede salvarse; cargando conmigo jamás podrá hacerlo. Este hecho tan sencillo aparece en mi mente con claridad. Pero ella sólo repite entre lágrimas:

—Papá... vamos, papá...

Ella sigue tirando, hasta que todo acaba.

Una enorme viga se desploma y cae sobre ella. Deben de ser cientos de kilos. Cae directamente sobre su espalda, la mata al instante y cae sobre mí. Me medio cuerpo y la cabeza de Inés, lo único que sobresale bajo la viga, descansa en mi pecho.

Si tan sólo hubiera muerto yo unos minutos antes, no habría tenido que ver morir a mi única hija mientras agonizo. Yo era viejo de todas formas... si sólo hubiera muerto yo, quizá no habría sido para tanto. Pero Inés, tan buena, la mejor hija que podría haber deseado, muerta tratando de salvarme... una luz que se apaga demasiado pronto.


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